Sandías en la trinchera
El quince de agosto del penúltimo año de la última gran guerra, fui hecho prisionero por el enemigo tras una ofensiva que nos había sorprendido con la guardia baja y sin apenas defensas pues gran parte de nuestras fuerzas habían sido llevadas a otro de los infinitos frentes de la guerra. Cuando dos soldados enemigos me agarraron y arrastraron hacia su posición, recé para que mis heridas de bala, en el brazo derecho y cerca del pecho, me matasen desangrado. A día de hoy, cuando observo las cicatrices que me dibujaron, me río y agradezco a la suerte no haberme matado, porque, aunque prisionero de mis enemigos, durante aquellos días, vi una luz que me hizo recuperar la esperanza en la humanidad y en el futuro que nos esperaba. Me llamo Ian Nally y tenía la tierna edad de dieciséis años cuando llegó la carta de reclutamiento para la guerra, una guerra que, por aquel entonces y casi hasta que volví a mi hogar, no llegaba a comprender sus motivos. Al parecer nosotros no teníamos cosas